La ‘canallocracia’ gasta en mejorar reputaciones. Pero hay otra fase: invertir en mentiras para difamar a quienes consideran peligrosos.
TAL VEZ vez la mejor consecuencia de las elecciones del 20 de diciembre de
2015 es que van a celebrarse las del 26 de junio de 2016. El tiempo perdido
nunca se pierde. No voy a ser tan conservador con el tiempo como para asumir la
máxima conformista de “Sucede lo que conviene”. Pero ¿y si sucede lo que
conviene? Quizás hay un instinto, una causalidad, una inteligencia de fondo en
todo esto. Es posible que España, bajo la superficie, se mueva más de lo que se
predice y cambie el paisaje político. Desde luego, tendrán que cambiar los
modos de hacer política y dejar atrás la subpolítica. Ese absurdo de negociar
horas y horas con el propósito de conseguir un desacuerdo. Los negociadores no
acudían a la mesa con un cerrajero para abrir paso, sino con proveedores de
líneas rojas. Es lo que tienen las líneas rojas. Crean adicción. Como aquel
pintor impresionista, un tal Whistler, que se jactaba de practicar “el bonito
arte de hacer enemigos”.
Después de la experiencia, el 26 de junio no van a estar tan de moda las
líneas rojas. Bastaría con una. Innegociable. La de la corrupción. Sellar un
acuerdo para desmantelar ese estamento hampesco de la canallocracia. Digo
estamento por sus dimensiones y porque se ha convertido para mucha gente en un
modo de vida y no una simple caída ocasional. El término de canallocracia fue
acuñado por Rubén Darío, que definió a sus integrantes con criminal precisión
poética: “De rudos malsines, / falsos paladines / y espíritus finos y blandos y
ruines, / del hampa que sacia / su canallocracia”.
Si digo que la canallocracia puede acabar pudriendo la democracia,
parece una frase de repertorio. Pero ese proceso de corrosión se está dando
ahora mismo, cada minuto de cada hora de cada día. No solo por la llamada
“alarma social” que producen los sucesivos expolios. No solo por la humillación
que sienten las personas con conciencia cívica. No, no solo por eso. La canallocracia no
se limita a la corrupción económica. Tiene una estrategia para corromper la
sociedad. Poner en suspenso esas conciencias. Inutilizarlas.
Lo más llamativo de las últimas investigaciones sobre las redes corruptas es
el creciente interés por los mecanismos de “mejora de reputación” en Internet.
Los corruptos invierten parte de lo robado en ensalzar su imagen de gestores
eficaces y honrados. Los hay incluso que tienen la desvergüenza de anunciar su
propia wikipedia, la “de verdad”, con un relato biográfico de superhombre. Se
crean sitios y páginas digitales, se pagan posiciones para destacar en los
buscadores, se generan destacados mediante la compra de perfiles, y con toda
esa pirotecnia se lanzan fuegos artificiales sobre la población.
Pero no queda ahí. Hay otra fase. Y esa todavía es peor. Tanto o más como se
gasta en “mejora de reputación”, la canallocracia invierte en destruir
reputaciones. Inventar chismes y mentiras para difamar a aquellos que las
tramas consideran peligrosos para sus intereses. Funcionarios que han detectado
anomalías, periodistas que han desvelado el lado oscuro, opositores que han
cumplido con su deber de denunciar la rapiña. Opositores y no opositores. Para
los políticos corruptos resultan especialmente fastidiosos los compañeros de
partido honestos. Los aguafiestas que no miran para otro lado. No es raro que
sean víctimas de amenazas o represalias. Pero la canallocracia ha
descubierto un arma especialmente intimidante. Hay empresas especializadas que
asumen esas tareas como complementarias: mejorar la reputación de un rufián y
lanzar una shitstorm (en inglés, tormenta de mierda) contra alguien
que le ha plantado cara.
En una de las investigaciones abiertas, un profesional de campañas
de prestigio y desprestigio atribuía la financiación a una desviación de
cuentas de una empresa pública de suministro de aguas. Fue entonces cuando me
acordé de la trucha.
Lo contaba el escritor Ánxel Fole, el autor de Terra brava. Caminando
por la montaña lucense, en Cruz do Incio, tierra brava, sí, señor, se encontró
con una multitud airada que parecía a punto de linchar al tipo al que gritaban.
Fole preguntó qué había hecho y el más anciano le explicó que había matado a
una trucha. ¿Una trucha? Sí, una trucha, pero no una trucha cualquiera. Había
matado a “la trucha de lafuente”. Mientras la trucha se mantenía viva en la
pía, la gente sabía que el agua estaba buena. Era una garantía, un detector
infalible.
Seguiré atento esta campaña. Por si saltan las truchas.
El País Semanal
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