domingo, 12 de junio de 2016

La trucha y la línea roja

La ‘canallocracia’ gasta en mejorar reputaciones. Pero hay otra fase: invertir en mentiras para difamar a quienes consideran peligrosos.




Navegar al desvío       

Manuel Rivas

TAL VEZ vez la mejor consecuencia de las elecciones del 20 de diciembre de 2015 es que van a celebrarse las del 26 de junio de 2016. El tiempo perdido nunca se pierde. No voy a ser tan conservador con el tiempo como para asumir la máxima conformista de “Sucede lo que conviene”. Pero ¿y si sucede lo que conviene? Quizás hay un instinto, una causalidad, una inteligencia de fondo en todo esto. Es posible que España, bajo la superficie, se mueva más de lo que se predice y cambie el paisaje político. Desde luego, tendrán que cambiar los modos de hacer política y dejar atrás la subpolítica. Ese absurdo de negociar horas y horas con el propósito de conseguir un desacuerdo. Los negociadores no acudían a la mesa con un cerrajero para abrir paso, sino con proveedores de líneas rojas. Es lo que tienen las líneas rojas. Crean adicción. Como aquel pintor impresionista, un tal Whistler, que se jactaba de practicar “el bonito arte de hacer enemigos”.

Después de la experiencia, el 26 de junio no van a estar tan de moda las líneas rojas. Bastaría con una. Innegociable. La de la corrupción. Sellar un acuerdo para desmantelar ese estamento hampesco de la canallocracia. Digo estamento por sus dimensiones y porque se ha convertido para mucha gente en un modo de vida y no una simple caída ocasional. El término de canallocracia fue acuñado por Rubén Darío, que definió a sus integrantes con criminal precisión poética: “De rudos malsines, / falsos paladines / y espíritus finos y blandos y ruines, / del hampa que sacia / su canallocracia”.

Si digo que la canallocracia puede acabar pudriendo la democracia, parece una frase de repertorio. Pero ese proceso de corrosión se está dando ahora mismo, cada minuto de cada hora de cada día. No solo por la llamada “alarma social” que producen los sucesivos expolios. No solo por la humillación que sienten las personas con conciencia cívica. No, no solo por eso. La canallocracia no se limita a la corrupción económica. Tiene una estrategia para corromper la sociedad. Poner en suspenso esas conciencias. Inutilizarlas.

Lo más llamativo de las últimas investigaciones sobre las redes corruptas es el creciente interés por los mecanismos de “mejora de reputación” en Internet. Los corruptos invierten parte de lo robado en ensalzar su imagen de gestores eficaces y honrados. Los hay incluso que tienen la desvergüenza de anunciar su propia wikipedia, la “de verdad”, con un relato biográfico de superhombre. Se crean sitios y páginas digitales, se pagan posiciones para destacar en los buscadores, se generan destacados mediante la compra de perfiles, y con toda esa pirotecnia se lanzan fuegos artificiales sobre la población.

Pero no queda ahí. Hay otra fase. Y esa todavía es peor. Tanto o más como se gasta en “mejora de  reputación”, la canallocracia invierte en destruir reputaciones. Inventar chismes y mentiras para difamar a aquellos que las tramas consideran peligrosos para sus intereses. Funcionarios que han detectado anomalías, periodistas que han desvelado el lado oscuro, opositores que han cumplido con su deber de denunciar la rapiña. Opositores y no opositores. Para los políticos corruptos resultan especialmente fastidiosos los compañeros de partido honestos. Los aguafiestas que no miran para otro lado. No es raro que sean víctimas de amenazas o represalias. Pero la canallocracia ha descubierto un arma especialmente intimidante. Hay empresas especializadas que asumen esas tareas como complementarias: mejorar la reputación de un rufián y lanzar una shitstorm (en inglés, tormenta de mierda) contra alguien que le ha plantado cara.

En una de las investigaciones abiertas, un profesional de campañas de prestigio y desprestigio atribuía la financiación a una desviación de cuentas de una empresa pública de suministro de aguas. Fue entonces cuando me acordé de la trucha.

Lo contaba el escritor Ánxel Fole, el autor de Terra brava. Caminando por la montaña lucense, en Cruz do Incio, tierra brava, sí, señor, se encontró con una multitud airada que parecía a punto de linchar al tipo al que gritaban. Fole preguntó qué había hecho y el más anciano le explicó que había matado a una trucha. ¿Una trucha? Sí, una trucha, pero no una trucha cualquiera. Había matado a “la trucha de lafuente”. Mientras la trucha se mantenía viva en la pía, la gente sabía que el agua estaba buena. Era una garantía, un detector infalible.

Seguiré atento esta campaña. Por si saltan las truchas. 

El País Semanal



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