sábado, 24 de diciembre de 2016

PLÁCIDO, VÍSPERA DE LA NAVIDAD

‘Plácido’

El cine tiene la capacidad de rebobinar el tiempo y mostrarnos la vida tal como era.




JULIO LLAMAZARES

Debería ser de exhibición obligada por las televisiones públicas españolas todas las Nochebuenas, antes o después del discurso del Rey, la película de Luis García Berlanga más corrosiva y patética, ésa cuya acción transcurre la víspera de la Navidad del año 1961 y que a punto estuvo de reportarle un Oscar a su autor: Plácido. Que las generaciones de españoles que conocimos aquella época la recordemos y los que nacieron después la conozcan no le vendría mal a un país cuya desmemoria es tan escandalosa como su capacidad para reinventar su historia cuando se pone, da igual por escrito que en la televisión. Las peripecias de ese pobre e infeliz diablo (Cassen) que pasea una estrella navideña en el motocarro que es todo su patrimonio y del que ha de pagar una letra antes de que caiga el sol si no quiere que el banco se lo quite mientras las familias acomodadas de la ciudad participan en una campaña de caridad navideña patrocinada por una empresa de ollas a presión invitando a cenar a su mesa a un pobre —parodia de la que el régimen franquista había puesto en marcha ese año bajo el eslogan de Siente un pobre a su mesa, título original del guion de Berlanga y Azcona, que la censura les obligaría a cambiar— constituyen un gran espejo de lo que fue este país y de lo que todavía continúa siendo en cierta manera. Como sucede con el Quijote, cuya lectura continuada cada 23 de abril en muchos sitios de España supone una revisión de nuestros antecedentes y una confrontación con la sociedad de hoy que a los lectores sorprende por su parecido, la revisión de Plácido en un día como hoy proporcionaría a muchos igual sorpresa, además de servirles para saber qué ha cambiado y cuánto realmente en este país más allá de los automóviles, la decoración navideña, la iluminación de las vías públicas, el menú de la cena de Nochebuena (pechugas de pollo para los ricos y alitas para los pobres en la película de Berlanga) y el vestuario de los personajes. Viendo la Navidad de nuestros abuelos muchos comprenderán que España tampoco ha cambiado tanto en el fondo, salvedad hecha de las ollas Cocinex y del discurso del Rey, que antes lo daba Franco.
Si el cine tiene un valor es, como el de la literatura, su capacidad de rebobinar el tiempo y de mostrarnos la vida tal como era cuando se hizo. Plácido es un ejemplo de ello. Su exhibición anual el día de Nochebuena sería tan ilustradora como la reposición del Don Juan Tenorio el de los Difuntos (para los jóvenes españoles Halloween) o la lectura continuada del Quijote cada 23 de abril

viernes, 2 de diciembre de 2016

DETERGENTE

Se decide primero la estrategia y después se coloca uno la ideología




Manuel JABOIS

La mejor frase política sobre ocultismo la pronunció Alfonso Guerra ante el enésimo arreón del PP en busca del centro político: “Llevan tantos años viajando al centro que a saber de dónde vienen”. El ocultismo, prácticas mágicas con las que dominar los secretos de los votantes, va siempre un paso por delante de los principios.

Como consecuencia de esto, Monedero (“Monedero es Podemos cuando no disimula”, según Gistau) dijo que Pablo Iglesias se había declarado “socialdemócrata” en nombre de la campaña moderada, motivo por el cual también anunció que Zapatero fue el mejor presidente de la democracia. Se decide primero la estrategia, moviéndose por el campo electoral como un zahorí que busca tierra fértil de votantes, y después se coloca uno la ideología. Ensayo-error. En los casos más románticos, como el PSOE de la abstención, se decide la estrategia, se traiciona la estrategia y nadie recuerda la ideología.

Ha tenido que aparecer Marine Le Pen para dar la lección más grosera de ocultismo en campaña electoral. Un cartel en el que no está la bandera francesa. Ni rastro del apellido Le Pen, no digamos ya el FN. Para rematarlo, iconos antinmigración como Banksy. Y rosas, muchas rosas azules; si llega a elegir corazones a más de uno le da un infarto. Se trata de presentarnos a Marine a secas, que habla “en el nombre del pueblo”, como una candidata despojada de huella que viene a regalar la estupidez del amor en lugar de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El corresponsal de EL PAÍS Carlos Yárnoz lo resume: “Eran ultraderechistas, antisistema, populistas, pero no aspiraban a tener el poder”.

De los lugares de los que viene Marine Le Pen, incluidos los genéticos, no se sale. Porque son parte de una construcción ideológica muy delicada basada en el odio más íntimo de todos: el odio al de fuera, que es tanto como decir el odio al progreso. Lo que ocurre es que lo burdo funciona. Lo demostró Trump mostrándose como es, fabricando votantes que no sabían que lo eran. Quiere demostrarlo Le Pen en un país distinto con un viaje diferente: ofrecer una ilusión óptica según la cual no desaparezca su votante natural, cómplice del travestismo, para arraigarse en el inocente.

En las páginas más lúcidas de La agonía de Francia, Chaves Nogales describe la caída ante el nazismo recordando que el pueblo no había estado a la altura de su clase política: uno de esos momentos en los que el gobernado valía menos que el gobernante. Muchos años después, el muñón del nazismo se le presenta entre rosas azules, caracterizado como anuncio de detergente, para probar si en esta ocasión los papeles han cambiado.

YO TE MALDIGO

Pese a su tono rancio y caduco, son muchos hoy, a izquierda y derecha, los que idolatran el término soberanía.





Soberanía. Una palabra maldita, regada de sangre y desgracias, abonada por millones de muertes a lo largo de la historia. Soberanía. Del latín superanus,la autoridad que está por encima de todo y todos. Un concepto del siglo XVI en cuya formulación original (“el poder absoluto y perpetuo de una república”, Jean Bodin, 1576) ya queda claro su inmenso potencial destructivo.

Ese carácter absoluto y sagrado, laico o religioso, es lo que la convierte en un peligro. No extrañe que bajo ella se hayan refugiado todos los opresores que en la historia ha habido. Porque cuando en política algo se sitúa encima, alguien queda debajo. Y una vez formado ese poder, sea por la vía de la inspiración divina, como en la monarquía absoluta, sea mediante la formación de la voluntad general, como en la versión radical de la democracia que defienden todavía hoy populistas y comunistas, o a través de la conformación de una nación basada en la etnia, la lengua o la cultura, como defienden los nacionalistas, todo lo que quede fuera o detrás de ese poder, sean individuos libres, minorías u otros países, carecen de espacio ni derechos.

Hasta hace poco, éramos muchos los que celebrábamos que el concepto estuviera en desuso. Pensábamos, incluso, que lo habíamos derrotado. Soñábamos que el proyecto europeo lo había superado y que nos encaminábamos hacia esa “paz perpetua” cosmopolita que dibujara Kant.
Pero no. Pese a su trágico historial y su tono rancio y caduco, son muchos hoy, a izquierda y derecha, los que han vuelto a idolatrar el término. Desde el Podemos de Pablo Iglesias al Frente Nacional de Marine Le Pen pasando por el racismo proteccionista de Trump, el neoimperialismo de Putin, los independentistas de la Asamblea Nacional Catalana o la extrema derecha que todavía se manifiesta por las calles de España cada 20 de noviembre, todos se encomiendan a la soberanía como ideología liberadora, como si no supiéramos que detrás de ella viene la dictadura, la guerra y el triunfo de la identidad, la raza y la nación sobre la razón y la libertad individual.

Me gusta el siglo XXI. No quiero volver al XVI. Por eso, soberanía, yo te maldigo. 

@jitorreblanca

@realDonaldTrump

La anulación de intermediarios entre pueblo y líder es el secreto objeto de deseo de todo populista.




Ya está aquí. La presidencia de Trump ya ha comenzado. Lo imaginábamos, más bien lo temíamos, pero no sospechábamos que antes siquiera de haber designado al equipo que va a llevar su política exterior ni haber comenzado las reuniones entre su equipo de transición y la Administración saliente, Trump iba a comenzar a hacer anuncios adelantando los cambios en política exterior que iba a acometer una vez en la Casa Blanca.

Como tampoco sospechábamos que lo iba a hacer por canales tan heterodoxos y tan poco presidenciales. La semana pasada fue el anuncio de que iba a poner fin al acuerdo de liberalización comercial del Pacífico. En un anuncio despachado por YouTube, Trump se cargó un macro acuerdo comercial ya negociado y firmado que involucra nada menos que a 12 países de la cuenca Asia-Pacífico que representan un tercio del comercio mundial, incluyendo a socios tan estratégicos para Estados Unidos como Japón, Australia, Canadá o México.

Y ayer ha sido vía Twitter donde, tras anunciar el sábado a sus 16 millones de seguidores la muerte de Castro, ha prometido que va a revisar el acuerdo alcanzado entre Obama y Raúl Castro y que si no consigue más concesiones para los cubanos (sin especificar cuáles), pondrá fin a ese acuerdo.

Hubo un tiempo en que se usaban notas de prensa o comunicados oficiales para estas cosas. Y en un tiempo anterior, la diplomacia se valía de cartas o telegramas enviados por los cauces diplomáticos habituales. Pero hoy, gente como Trump, que con sus 70 años difícilmente puede ser calificado de millennials, muestra que ha entendido mejor que nadie que YouTube es la televisión planetaria y que Twitter ha sustituido a la radio como medio de comunicación de masas.

Con una diferencia crucial: frente a los medios tradicionales, donde alguien te tiene que producir y distribuir, aquí uno se autopublica sin límites ni intermediarios. Esa anulación de intermediarios entre pueblo y líder es el secreto objeto de deseo de todo populista. Y ahora está al alcance de la mano. Miedo da pensar cómo manejará Trump su primera crisis internacional. 


@jitorreblanca


AMADOS O APESTADOS

En España los políticos que reconocen un error quedan estigmatizados para el resto de sus días.




Tan malo es tolerar la corrupción como exagerarla. Porque ambas reacciones obedecen al mismo instinto: arropar a los nuestros y a envilecer a los otros. Consentimos la corrupción cuando trae dividendos a nuestro territorio, colectivo o partido. Pero, si no, somos extremadamente severos. Y tan peligrosa es la negación de una dolencia como la sobremedicación.

Nos cuesta separar el pecado del pecador. En otros países, un político acusado de una actuación deshonesta es forzado a dimitir y queda apartado de la vida pública. Pero no necesariamente para siempre. Si se arrepiente de forma sincera y convincente, puede intentar reincorporarse tras un periodo de penitencia. Hay una ley no escrita que otorga una segunda oportunidad si un político admite su error y hace propósito de enmienda.

La política española no da segundas oportunidades. Si reconoces un error, has firmado tu certificado de defunción política. Lo que ayuda a entender por qué las dimisiones de políticos son tan infrecuentes en España. Nuestro código penal ha sido laxo con la corrupción, pero nuestro código político solo tiene una pena: la cadena perpetua. No condenamos a un político por un acto corrupto. Lo estigmatizamos para el resto de sus días.

No ponemos la diana en la acción reprobable, sino en el individuo y, a poder ser, en su partido. Un escándalo es una enmienda a la totalidad de una organización. Ello explica que, aun teniendo unos niveles de corrupción moderados, el 95% de los españoles creamos que la corrupción está muy extendida. Generalizamos sin decoro, transfiriendo la responsabilidad del imputado a su familia política. Ciertamente, ha habido en España maquinarias de extracción de rentas ligadas a partidos. Pero debemos distinguir ambos entes, desmantelando las redes corruptas y preservando los partidos.

El clan es implacable con los miembros de los grupos rivales. Y perdona a sus ovejas negras, siempre y cuando se mantengan dentro de una línea invisible que los jefes del clan mueven a su conveniencia. La línea que traspasó Rita Barberá. La que separa a los amados por los suyos de los apestados por todos. 


@VictorLapuente